Buenas conversaciones
Hace tiempo que no hablamos.
Las palabras interrumpen la oscuridad de mi habitación. Y qué razón tienes: hace tiempo que no abrimos una botella de vino y tenemos una buena conversación.
¿Te apetece charlar?
No espero tu respuesta; me la sé de memoria. Salgo de la cama con el pijama del que siempre tienes tanto que decir. Lo odias; te encanta. No tienes claro si es un pijama, un camisón o una camiseta larga con botones. Te molesta no tener una opinión sobre él y a mi me encanta que te falten las palabras.
Siempre. Nunca me cansaré del sonido de tu voz.
Me hace sonreír tanto como la primera vez que lo dijiste.
Mentiroso, pienso.
No es mi voz lo que te atrae, son mis palabras. Aquellas que te vuelven loco, te desmontan, te enloquecen, te liberan y te permiten ser siempre quién eres.
Son mis palabras, no mi voz. Son tus palabras, no tu voz.
Son nuestras palabras las que hacen que tengamos buenas conversaciones. Unas conversaciones que siempre fueron más. Que siempre tuvieron más que palabras. Que siempre tuvieron olor, sabor, textura y recuerdo. Que siempre excitaban hasta las partes más elocuentes de nuestro diálogo. Que nunca tuvieron éxito más que con el público adecuado.
La nuestra comenzó con unas pocas palabras susurradas discretamente a un desconocido en un bar abarrotado, en el momento perfecto, que no se perdieron con el ruido de cientos de voces disonantes. Seguida de comentarios ingeniosos desperdigados sobre el espacio y el tiempo que tardamos en conocernos. Un espacio que se plagó de páginas con tantas fuentes como momentos y de tiempos que se medían en capítulos.
Nuestras conversaciones a veces cargadas de silencios cómodos y otros atronadores ponen banda sonora a nuestras vidas. Porque la realidad es que no siempre estamos de acuerdo. Y a veces dejar que el otro gane la batalla de voluntades nos cuesta. Acabamos sucios, sudorosos en una lucha de voluntades pasional, de lenguaje húmedo y miradas cargadas de intenciones, que deja tras de sí ambientes densos y olores a batalla conquistada. Otras veces están teñidas de gruñidos y gemidos. De lenguas entrelazadas en un debate de placer. De suspiros ahogados entre las sábanas de nuestro discurso. De mordiscos llenos de palabras suaves. De lametones y carcajadas.
Nuestras conversaciones están hechas de momentos dulces, que saben a pactos hechos de sudor y fluidos lascivos. Son juegos de ajedrez, de prosa dialéctica: dónde tu rey se come a mi reina y mi reina a tu torre. Son intercambios vehementes de valores. Son luchas a vida o muerte de prosa sensual y poemas tiernos y cariñosos. Nuestras buenas conversaciones se repiten una y otra vez, con embellecimientos y detalles añadidos que hacen de éstas el deja vù más increíble.
Vestimos esos momentos con trajes de luces. Preparados para esgrimir tus argumentos honestos y mi necesidad de compartir ideas. Nuestra comunicación es intensa y profunda, con toques de intimidad garabateados en los márgenes. Tú teorizas sobre cómo las buenas conversaciones están en peligro de extinción; que buscan constantemente a sus iguales. Buenas conversaciones buscando buenas conversaciones. Quizá tengas razón. Yo abuso de la cursiva porque es en ella dónde poseo el control. Un control que te cuesta cederme y que me encanta que conquistes a base de mayúsculas.
Nuestras conversaciones nunca van a estar apagadas o fuera de cobertura. Son locas, audaces, valientes, sensuales, atrevidas, impredecibles y perfectamente imperfectas. Acaban con gruñidos teñidos de placer. Con caricias susurradas. Con despedidas silenciosas. Con promesas firmadas en páginas futuras.
Así que cuando abro la puerta, irónicamente, no necesitamos palabras para conversar. Tu mirada cargada de comentarios me dice exactamente que tipo de conversación tendremos hoy. Mi sonrisa chulesca te demuestra el tipo de debate que puedes esperar de mí. Sí, tú hoy has venido con la necesidad de discutir, y yo… yo siempre he sido la que le gusta pelearse con la bestia.
Saco las dos copas (sí, solo tengo dos porque siempre hemos sido sólo tú y yo) y vierto en ellas ese dulce licor que siempre funciona como buen acompañante. Un bálsamo que moja labios sedientos, de entre los cuales fluye, hipnótica, esa criatura mitológica llamada buena conversación. No siempre es vino. A veces es café por las mañanas. A veces son un par de botellas de agua helada tras un día de perdernos en la montaña. La cuestión es mantener lubricada el arma con el que blandir tus intenciones.
Apartas el pelo de mi nuca y me besas ahí, dónde dejaste caer el adiós de nuestra última gran conversación. Me rodeas con los brazos para alcanzar tu copa de vino y la mía, mientras nos dirigimos al sofá. Siempre tan caballero. Siempre tan impostor.
Algún día te enseñaré a beberlo en bota.
Y así de fácil, con esa broma que es sólo nuestra, comienza nuestra buena conversación.