Las flores secas también se marchitan

No me habían regalado flores nunca. Por eso no las esperaba. Ni siquiera cuando conocí a un verdadero príncipe azul. De esos que no destiñen aunque los metas en la lavadora, de los que no encogen cuando los metes en la secadora… pero que desgraciadamente sí pinchan como lo hacen las rosas. Y yo que nunca tuve complejo de princesa, acabé domesticada por un príncipe azul.

-Quiero quedarme la televisión.

La televisión.

De todas las cosas que podría haber pedido, lo que quería llevarse del lugar que durante años habíamos compartido era esa caja. Ni fotos, ni recuerdos, ni siquiera los pequeños electrodomésticos que él compró y solo él usaba, como la sandwichera... No, él quería la caja tonta.

Tenía sentido.

A mí se me había cruzado un príncipe azul en el camino siendo yo tan campesina, y puede que por eso no viera las señales de neón azul que me indicaban que por ahí no.

La historia de amor había comenzado como cualquier cuento de princesas: érase una vez una chica mona se metió en tinder a ver si encontraba o bien alguien que le hiciera jirones el vestido de gala, o bien algún tío que por lo menos no se convirtiera en calabaza a las doce de la noche. Y ahí fue dónde, sin comerlo ni beberlo me encontré con un príncipe azul. De los que ya no existían.

Él trajo flores (¡FLORES!) a la cita. Un paseo por la playa a la luz de la luna, un restaurante precioso, una cena exquisita y él todo un caballero (pero sin ser machista que hasta me preguntó si me parecería demasiado anticuado si me abría la puerta del coche). Y yo, que debía de haber esnifado esa noche purpurina rosa y todo me deslumbraba, decidí que había conocido al hombre de mi vida. Da igual que cuando me preguntara algo no tardara en interrumpirme para corregirme, o que después no me hiciera jirones el traje de gala, sino sólo me descosiera el bajo del vestido. No iba a ponerme a sacarle pegas a la forma que tenía de mirarme raro cuando yo dejaba que mi perro me chupara la cara, ni por supuesto, iba a tenerle en cuenta que entre sus pasatiempos se encontraba ver deportes. En la televisión.

Así que cuando nuestra preciosa historia de amor fabricada sobre expectativas, las nubes en las que estaba mi cabeza y las gafas rosa que sólo me quitaba para dormir, empezó a coger velocidad, yo estaba encantada. Encantada con mi príncipe azul que no ponía lavadoras pero que si le pedía que ayudara en casa nunca me decía que no; al contrario. Encantada de que él también sacara a pasear a Pulgas cuando nos fuimos a vivir juntos, incluso aunque no fuese su perro. Encantada de que nunca se le olvidaba una fecha señalada y que en todas esas fechas, me regalara flores. Encantada con mi principe azul, tan romántico y perfecto, tan de cuento.

Lo que tendría que haber sabido es que era un cuento para no dormir.

Y es que él fue sincero conmigo desde el principio. Le gustaban las cosas sencillas en la vida: trabajar de lunes a viernes y los fines de semana tranquilito en casa. Los miércoles por la noche partido de liguilla de fútbol con los colegas. Los sábados por la mañana padel con los del curro. Los domingos comida en casa de sus padres (y los míos cuando yo insistía en cambiar de suegros algún que otro domingo).

Yo vi un tío deportista, familiar y sencillo. Uno que no tuvo problema en venirse conmigo a hacer una ruta por la montaña (en verano porque no había liga, y el mes en el que sus padres estaban en el pueblo). Uno que me daba a mí también tiempo para hacer lo que me gustara; clases de baile los miércoles por la noche y brunch con mis amigas los sábados. Uno que nunca me mintió acerca de quién era él, lo que le hacía feliz.

Así que no podía sorprenderme que me pidiera la televisión, delante de la cual, es cierto, había pasado fines de semana viendo partido tras partido de fútbol. Madrugadas siguiendo el fútbol americano, tarde enteras gritándole a jugadores de baloncesto. Incluso había usado el arrullo monótono de los comentaristas de ciclismo para sucumbir al sueño en aquellas tardes calurosas de verano. En los últimos tres años había pasado más tiempo con ella que conmigo. Y yo que nunca había sido celosa, y sí muy independiente, estuve encantada un tiempo. ¡Que príncipe azul más apañao oye!

¿El problema? Que una tarde tropecé y se me cayeron las gafas esas rosa que llevaba y perdí un cristal.

Y unos meses más tarde cuando estaba aguantando a la suegra otro domingo más mientras mi príncipe y el rey veían la vuelta ciclista, se me acabó la purpurina rosa que esnifaba.

Y semanas más tarde cuando llovió como si se fuera a acabar el mundo y pillé un catarro que hasta la “s” me salía gangosa mi príncipe no canceló la liguilla de fútbol para llevarme al hospital.

Y en nochevieja bebimos de más, nos hicimos los ropajes jirones y nos llevamos el susto de nuestras vidas hasta que la señora de rojo vino a visitarme y mi príncipe que siempre me regalaba flores en los momentos bonitos, decidió que era el mejor momento para regalarme unas con una nota que decía “Que siempre tengamos esta buena suerte”. Y sí, fue un susto mortal y no estábamos preparados, y menos mal… pero ese día me pinché el dedo con una de las rosas que me envió.

Ver la vida sin el subidón de irrealidad hizo que tuviera que replantearme muchas cosas y pensé que si Mahoma no va a la montaña quizá lo que tenía que hacer es ir yo al sofá.

Al principio traté de disfrutar con él de aquella caja tonta, simplemente por el hecho de pasar tiempo juntos. Hice un esfuerzo, lo juro. Pero las horas muertas delante de la pantalla viciaban el aire, enmohecían el asiento del sofá e incluso me irritaban la vista. Yo, que he pasado días con la nariz hundida en una novela, saltándome comidas e incluso perdiendo sueño para poder disfrutar de un capítulo más. Nunca me habían escocido los ojos, pero mirar la pantalla de la televisión durante unos minutos me cegaba.

En algún punto empecé a escapar de casa. Algo insólito porque estar en casa me flipaba, mi lugar seguro, mío y de nadie más... me asfixiaba dentro de casa.

Y salía.

A veces le comentaba que me iba a dar una vuelta por el barrio y recibía un gruñido por su parte, otras no le decía nada esperando a que me preguntara. La pregunta no llegaba, pero el alarido de injusticia por una falta mal pitada siempre se oía, incluso mientras bajaba las escalera de nuestro edificio. A ella sí le hablaba. Teníamos una relación a tres y yo sin saberlo.

O sin querer verlo.

Sin querer ver que desde el principio él me dijo quien era, cuales eran sus prioridades y lo que necesitaba para ser feliz. Y yo decidí no escucharle, dar por sentado que yo podría colocarme como número uno en su lista vital. Cuando lo que tendría que haber hecho era hacer mi propia lista y entonces ponerme a construir. Pero no castillos en el aire: una relación sin gafas, purpurina ni flores. Que ilusa. Él era su número uno, y yo debía de haber entendido que eso era lo sano.

Y en nuestra casa quedaban pocas cosas sanas o vivas.

Hasta las flores secas que guardaba con esmero se habían marchitado. Así que dejé de intentar contar pétalos. Decidí que daba igual si me quería o no. Mi príncipe azul no era de mi talla, me habían venido grandes los acontecimientos y pequeños los gestos.

Así que cuando me pidió la caja tonta solo pude murmurar un:

-Vale.

Era una caja tonta que al final de nuestra relación fue la música de fondo de los escasos momentos que pasamos juntos.

Debería haber sabido que el azul no era mi color.

A mí me gustaba combinarlo todo con negro.

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