En busca de olas dulces
Nunca he sido de esas que buscan imposibles. De pequeña no creía en las hadas, en los unicornios, en los duendecillos y todos esos seres mitológicos a los que muchos niños acuden para que el mundo tenga más magia de la que posee. Yo creía en la magia de las cosas de los mayores. Esas cosas que ellos sabían, contaban y hacían. En la magia de saber tanto, de tener tanta libertad.
¿Cómo hacían los mayores para saberlo todo? ¿Dónde dejaba uno de aprender?
Era una niña curiosa que se maravillaba con las cosas más mundanas. No entendía a mi abuela cuando decía que si arrancabas una flor la “matabas”. Yo la cogía fuerte, la sacaba de la tierra y le veía las patitas (que ahora sé que son raíces) pero la sangre no le salía por ninguna parte. Así que la devolvía a su sitio para desmatarla. Era una niña con más preguntas que cabeza. Y más cabeza que coordinación, por eso siempre caía de morros. Y viviendo en un pueblecito pesquero dónde todas las calles descendían hasta llegar al puerto… adivinad dónde acababa siempre.
Sí, de morros en el mar.
Sin querer y a pesar de que mi abuela se enfadaría conmigo yo vagabundeaba hasta el puerto.
Hola.
El abuelo me dijo una vez que él tenía tres grandes amores: la abuela, yo y la mar. Y que a la mar había que tratarla con respeto y pasión. Así que yo la saludaba siempre que me mojaba los pies, que olía su sal, que me hipnotizaban sus olas.
En verano, mi pasatiempo favorito era escaparme a ver a los marineros llegar a puerto. A recibir a mi abuelo. Un señor mayor que parecía siempre enfadado pero que a mí siempre me regalaba caramelos, que olía a sal y a tabaco, que tenía las manos curtidas y que nunca reía. Mi abuelo no estaba enfadado… es que venía de las profundidades del mar, lejos, tan lejos que aunque me subiera a lo alto del murete de la casa de Tomás (que era la que estaba en lo más alto del pueblo), llegaba un momento en que dejaba de ver a La Sirena. Mi abuelo aunque nunca lo decía siempre llegaba cansado después de varios días en la mar. Decía que La Sirena lo trataba bien, que por eso siempre traían el carguero lleno hasta la bandera y por eso nunca se quejaba. Aunque sonreír, tampoco sonreía.
Pero lo que más recuerdo eran las historias que contaba al volver de cada travesía. Después de cenar: sentados en la sala, él fumando tabaco de liar y la abuela tejiendo. No tenía que insistir, sólo había que escuchar atentamente, muy quietecita, y entonces la abuela la preguntaba por su viaje… y el abuelo relataba. Y esas historias para mí, siempre estaban llenas de magia.
-Cuando la mar se enfurece yo me calmo.
Y yo lo imaginaba con una espada pirata, parche al ojo gritándole a un Tsunami con su voz ronca y pausada: “¡Ven, aquí te espero!”.
Y así yo, la niña que no creía en cuentos de hadas, idealizó la magia del mar.
Con el paso de los años aprendí que aquellos momentos eran mágicos por la adoración que le profesaba a ese señor tan huraño que era mi abuelo. Que los marineros no vivían grandes aventuras, que sus rutinas más bien monótonas eran las que aseguraban que volvieran a casa sanos y salvos. Que veinte hombres metidos durante días en un barco (por grande que fuera) era poco glamuroso, que en alta mar el oleaje era aterrador incluso con la mar en calma, que era un trabajo peligroso incluso sin encontrarte monstruos marinos. Con el paso de los años la mar fue perdiendo su magia.
No porque creciera o dejara de creer; es que tenía un don para atraer a la gaviota con más mala leche (hasta el punto de que debo tener algún record Guinness de número de veces que una gaviota me ha atacado). Es que me mareaba en los barcos, así que mi sueño de ser aventurera se fue al traste muy pronto. Es que la abuela falleció y era yo la que tenía que cuidar del abuelo. Es que al final entendí que aunque las flores no sangran los peces sí, y perdí todas las ganas de pescar en alta mar.
Aprendí que el mar es precioso pero que su belleza sólo podría saborearla desde la orilla.
Pasaron los años y la vida fue cambiando. El pueblo pesquero era menos de pesca y más de turismo. Las calles que antes estaban plagadas de rostro ajados por la sal, ahora eran jóvenes y bronceados. Incluso teníamos una pequeña plaga de surferos con sus pelos y sus tablas cada verano que dejaban su huella. La casa de Tomás perdió el murete (se vino abajo un invierno en una tormenta). El pobre Tomás ya no bajaba al puerto porque no podía subir la cuesta después. Y mi abuelo cada vez se hacía menos a la mar.
Un día me pidió que lo acompañara al faro. Un faro pequeño que coronaba el cabo San Luis. Un cabo que ya casi no estaba en uso. Un faro que, al igual que el pueblo, sólo servía para posar guapo en las fotografías de turistas entusiastas. Un faro que claramente tenía un lado bueno y otro malo. Un faro que pronto tendrían que maquillarlo con una capa de pintura porque el pobre estaba viejito.
Su piel cuarteada me agarraba la mano y áspera y cálida me guiaba al puerto. Bajamos por las calles adoquinadas con facilidad. Él era un amante buscando a su amada y no necesitaba brújula para encontrarla. A cada paso su cuerpo compacto rebotaba con un sonido sordo y entonces entendí que el abuelo no era de aquí. El abuelo era de la mar. Un mar que le había convertido la piel en coral, que le había erosionado arrugas en la cara, que le había desteñido el pelo con la sal. El abuelo era de la mar como lo eran las gaviotas, siempre aventurándose lejos pero volviendo a la orilla.
- Mi cuerpo está viejo, nena. Ya no puedo seguir el ritmo.
El abuelo miraba la mar como lo hacía cuando miraba la foto de la abuela que coronaba el mueble de la entrada de casa. Seguía las olas con la mirada, anhelante de todas sus curvas y formas. Con amor rebosando de las comisuras de los ojos; llenos de arrugas de toda una vida bajo el sol, con el viento salado calando hondo.
Los piratas no se retiran.
No tenía mucho sentido que pensara en el abuelo como Barba Azul cuando, a pesar de su gesto ofuscado, era un pedazo de pan. El abuelo era marinero. Uno de los últimos del pueblo, y definitivamente el más viejo.
Aquella tarde mientras mirábamos el sol ponerse, a los pies del faro enjuto que coronaba San Luis el abuelo me contó historias de sus travesías.
De aquélla vez en la que Simón se cayó por la borda. O de cuando les pilló una tormenta que casi los hunde. Me contó lo preciosos que eran los arcoíris desde el mar, y cómo, aunque adoraba volver a casa, siempre acababa añorando que se le mojara la cara con agua salada.
-Toda la vida en la mar, la espuma salada me sabe a azúcar.
Sonreí porque aún sin tener sentido sabía que era cierto. Al abuelo la comida había que hacérsela con mucha sal o sino no sabía a nada. La mar y su Sirena le habían convertido en el hombre que era. Su mundo había tenido siempre un mismo horizonte.
Esa noche deseé creer de nuevo en la magia del mar. Regalarle al abuelo miles de amaneceres más con su Sirena, con su horizonte, con su sal. Esa noche esperé que algún hechizo mágico hiciera retroceder el tiempo, a aquéllos años en los que estábamos completos.
Yo, que nunca había creído en cuentos de hadas…
Hasta que conocí a mi abuelo.
Hasta que conocí a un pirata.