Amigos por casualidad
Todos los veranos empezaban igual.
Mamá y papá, Churro y un viaje interminable en el coche. Y al final siempre estaba el pueblo. Ahora entiendo que nunca fue un pueblo especial, pero ir al pueblo los veranos era algo grandioso cuando era un niño. En él vivían los abuelos que eran super viejos. Las calles tenían piedras irregulares, sólo había dos bares y ambos en la plaza del centro. Además de la ermita estaba el cementerio y al lado del ayuntamiento estaba la heladería. Todas las calles tenían nombres de señor mayor: San Eustaquio, Bernardo Mesías, Alfonso X, ninguno de los cuales vivía en el pueblo.
Le vendí a mis amigos del colegio que mi pueblo era el mejor porque tenía un río con dos rocas; una más baja y otra más alta desde las que podías tirarte. Y cómo mis amigos del cole nunca habían estado en el pueblo, ni vendrían jamás, yo les contaba que mi mamá me dejaba saltar.
Mentira.
Ir al río a bañarse era divertido, excepto por mamá y su “espérate un poquito”. Odiaba la digestión, un enfermedad que debíamos de padecer todos después de comer y que te impedía disfrutar del agua fría con libertad. El primer chapuzón siempre era el mejor. Jugar con los de la pandilla durante horas hasta tener garbanzos por dedos, se hacía tarde o comenzábamos de nuevo a tener hambre. Bocadillos con los pies hundidos en el agua fría.
El río era nuestro segundo sitio favorito. Ir a bañarnos siempre era divertido. Incluso aunque siempre hubiera que tener a un adulto contigo. Y es que adultos había siempre, era casi imposible esquivarlos.
Pero eso no hacía el pueblo menos molón. Además del río había un castillo, uno viejo, apenas un murete y mucho musgo y moho. Subir al castillo era conquistar una cima igualable a coronar el Everest. Y entre sus piedras caídas, rocas medio escondidas, ramas punzantes y alaridos triunfantes; subíamos al fortín y comenzábamos a vivir mil aventuras. Moros y cristianos. Bárbaros que venían a robarnos. Colón conquistador y de aztecas siempre hacían Santiago y Simón. Alba era la princesa que rescatábamos y Lucía su doncella. Cuando explorábamos yo siempre era el que llevaba el mapa. Un mapa de carreteras que Gonzalo le había quitado a su padre y en el que habíamos marcado varios tesoros que sólo existieron en nuestra imaginación.
El castillo era perfecto para vivir mil momentos lejos de las normas de los adultos. Siempre subíamos y bajábamos juntos, con cuidado con María a la que le daban miedo las alturas. Retirarnos antes de que el sol desapareciera detrás de la ermita, o las madres nos castigarían.
Fútbol en la plaza del pueblo por las noches: todo un clásico. Mientras los padres invadían las terrazas y coreaban tarjetas y faltas, nosotros nos pelábamos las rodillas marcando goles y jugando al pilla-pilla. Las chicas con vestidos, los chicos con deportivos. Dos equipos y ninguno ganaba nunca el partido.
Helados que se derretían y manos y caras sucias de felicidad. Sonrisas melladas, rodillas magulladas, niñas despeinadas y más de uno se quedaba sin paga. Santiago y Simón siempre se iban a casa los primeros. Su madre les llamaba desde el balcón y aunque fingíamos despedirnos, apurábamos hasta el último minuto. María, Lucía y Alba no tardaban en seguirles y Gonzalo y yo siempre acabábamos dándole al balón.
Mañanas enteras de correr por el pueblo, sin consciencia de la hora o del día, sólo disfrutando el momento. Risas y chapoteos en nuestro río tan estupendo y un castillo que hicimos nuestro. Y la vida que era fácil nos regalaba estos veranos en los que siempre había juegos.
Si hubiéramos sabido que eran esos años los que había que atesorar, quizá habríamos alargado nuestra infancia un poco más. ¿Pero quien no ha querido vivir con la libertad que tenían los adultos? Unos que no tenían hora de llegada, que podían lanzarse desde la roca alta.
Con los años los veranos fueron cambiando. Los helados y el río eran algo sagrado, pero cada vez visitamos menos el castillo y la plaza del pueblo era nuestro rinconcillo. En el banco de la esquina quedábamos para comer pipas. Las chicas vestían guapas y a nosotros nos confundía esta etapa. Cambiábamos por momentos, unos más rápido otros más lento. Dejamos de tener la misma altura pero seguimos quedando para jugar. Pasamos de la pelota a jugar a las cartas. De correr a usar las bicicletas. La música era algo así como religión. Vestir bien era cuestión de opiniones; los padres se quejaban, los abuelos preguntaban, pero los que sabían y cuya opinión valía eran los de la pandilla.
Las aventuras pasaron de tener bárbaros y exploradores a ser una cuestión de a ver quién le echaba más cojones. Y entre risas y estallidos de felicidad comenzamos de verdad a explorar: un beso, un abrazo. Fuimos cambiando tanto que los chicos y las chicas cada vez nos entendíamos menos, pero era divertido pasar los días de calor, entre discusiones y baños. Comenzamos a saltar desde la roca alta del río y así fue cuando aprendimos que volar y hundirse a veces son razón suficiente para el verano.
Pasaron los años, los veranos interminables que siempre tenían final. Y la vuelta a la realidad nunca dejó de ser dura. Despedidas y promesas. Ilusiones y miedos.
El próximo verano nos vemos.
Los veranos se sucedieron y fuimos creciendo. La pandilla que éramos seguía siendo. Cada vez más distintos pero eso era lo nuestro; los veranos en el pueblo. Nos hicimos muchas fotos el verano de los dieciocho. Con más libertad que nunca pero todos tan ansiosos, por explorar, por crecer, por comenzar una nueva aventura. La edad adulta asomaba la cabeza en el horizonte. Metas, sueños, inquietudes. El verano se nos hizo corto, la verdad, como se nos hizo nuestra amistad.
Siete amigos preparados para lo desconocido. Pero siempre nos prometimos:
El próximo verano nos vemos
Ahora vacío las habitaciones de la casa del pueblo. Vacía y vieja, sola en el pueblo que hemos ido abandonando. Ya no tenemos tiempo para venir, ni ganas, ni veranos. Hemos ido hipotecándonos con las responsabilidades de adultos. Lleno cajas de recuerdos, de infancia y crecimiento. De adolescencia loca y algo complicada, de los veranos de los que casi ni me acordaba. Encuentro el sombrero de aquella verbena en Agosto, de vaquero, con el que dí mi primer beso. Alba, que bonita era, dulce y buena. Guardo los tickets al concierto de Los Ruidosos en el que Gonzalo y yo perdimos la cartera a base de chupitos de tequila. Recojo las cartas del chinchón deshechas en los bordes con los que Santiago y Simón peleaban por tramposos. Descubro el mechero que me pedía María, porque ella no fumaba, pero acababa haciéndolo si el tabaco lo compraba Lucía. Meto ropa y zapatos de tiempos más alocados y aunque limpio el pasado me da pena haberlo superado.
Miro la foto de toda la pandilla, recuerdo cómo nos conocimos y cómo crecimos. Recuerdo quienes éramos y en quienes nos hemos convertido. Recuerdo las promesas de siempre ser amigos.
Aquella pandilla de traviesos que vivíamos aquí los veranos, crecimos y habitamos un mundo que ahora ya no existe. Lleno de pueblo, amigos, aventuras y libertad. Lleno de viejos cotillas y madres policía. Lleno de calles laberínticas y padres aburridos. Lleno de momentos escondidos en la profundidad de nuestra imaginación y creatividad.
Y ahora hemos crecido. Nos hemos mudados al país de los adultos, en el que hay horarios, en el que los veranos sólo duran un par de semanas de vacaciones. Ahora habitamos unos cuerpos que nos duelen, que se quejan en silencio. Ahora somos mayores en un mundo sin tantos colores, dónde hacemos mucho porque debemos y menos de lo que deberíamos porque queremos. Ahora miramos a los niños divirtiéndose con una pelota y pensamos en lo fácil que era el mundo, la vida y disfrutar. Dónde antes todo era explorar, ahora se nos ha olvidado jugar.
Hemos perdido la capacidad de hacer amigos por casualidad.