El paisaje imperfecto


Final, pérdida, cambio, miedo.

Meto todo en la maleta, junto a mis colección de calcetines de colores, maquillaje que hace semanas que no toco (y eso que yo no soy yo sin unos labios rojos) y el álbum de fotos de recuerdos que ahora pesan. Llenar maletas y cajas para que desconocidos las trasladen al lugar dónde iniciaste tus fracasos es difícil. Despedirte de un piso vacío pero que está rebosante en las costuras con todos las posibilidades de lo que ya nunca será duele. Y el trayecto en coche cantando canciones tristes a todo pulmón, mientras conduces hacia lo conocido, se hace demasiado corto e interminable. Lo cómodo, la zona de confort de la que hace eones que te despediste para no volver a pisar, y que durante un tiempo va a volver a ser tu hogar.

Durante una temporada.

Estar perdida en la edad adulta es un hecho equiparable a que la tierra es redonda. Hay quienes se sienten libres admitiéndolo en voz alta y otros que hacen el avestruz y esconden los miedos (y la cabeza) cuando llegan los problemas. Y esa aparente tranquilidad frente a las catástrofes emocionales son las que les salvan de todos las miradas de compasión.

Pobrecita.

Mírala que mal está.

Tiene que ser duro.

Pues sí, lo es. Volver a casa de tus padres, a la habitación que te vio llevar triunfante ese flequillo que te quedaba horroroso, te vio dibujar corazones alrededor del nombre de Manu, hablar durante horas en el móvil con tus amigas o hacerte el primer piercing a escondidas de tus padres... a esa habitación que sólo te conoce por la chiquilla que fuiste y no por la mujer en la que te has convertido. Y sinceramente, ahora no estoy yo para presentaciones.

Así que los abrazos de consuelo, las palmaditas en las espalda, la atención casi asfixiante de tus padres como si estuvieras hecha de cristal, y los silencios cargados de todas las preguntas que quieren hacerte y no te hacen comienzan a volverme loca. Quiero chillar, desgañitarme hasta que el dolor sea silencioso. Quiero romper algo, preferiblemente algo con valor. Quiero correr, huir al país de nunca jamás dónde mi mayor preocupación sea hacerme mayor. Quiero dejar de estar perdida.

Quiero perderme para poder encontrarme.

Sentada en una cama demasiado pequeña, en la habitación que me vio crecer miro por la ventana el mundo exterior. Podría dibujarlo de tan bien que lo conozco. La valla gris que un día fue azul pero que con el tiempo se ha ido mimetizando con las nubes que cubren el cielo los días plomizos. El prado lleno de flores silvestres que cruza directo hacia la montaña. Y detrás los pinos cubriendo la ladera, interrumpidos por el muro de piedra, ese que delimita la casa abandonada. Una casa medio derruida, con graffiti, tejado rojo hundido y tablones en las ventanas y puerta.

Miro sin ver.

Durante días lamo las heridas que proporciona el estar viva. Ninguna mortal, ninguna que no me vaya a curar, ninguna que no me vaya a enseñar. Con el paso de los días el aire comienza a viciarse. Y la necesidad de soledad se vuelve más acuciante. Así que huyo en busca de una soledad más amable. Una soledad que me permita falsificar la sensación de libertad que tenía hasta hace unos días.

Salgo al frío de la mañana, saludo las nubes cargadas de lluvia y les agradezco la simpatía que demuestran hacia mi humor imperfecto. Si la soledad es lo que busco, la montaña es mi destino, y con pasos firmes deambulo por el camino que cruza el prado, hacia los pinos. Hay florecillas que no deben de haberse enterado de que hoy es un día malo. Se balancean con la brisa y me recuerdan que una vez me encandilaban pero hoy yo, simplemente no siento nada. Camino ciega, sin levantar la mirada, perdida en todas las emociones que me nieblan el alma. Así que cuando tropiezo no me sorprende enfadarme. ¡Piedra estúpida!

Me apoyo en el murete, me lleno la mano de barro. Maldigo las piedras y el barro, los pájaros y el murete. Malditos todos por no estar tan rotos por dentro como yo. Malditos todos por haber resistido el paso del tiempo. Malditos todos por poder disfrutar de un día tan normal.

Maldigo todo lo que me encuentro, todo lo que es, ha sido y será. Y habría maldecido la casa en ruinas si no hubiera encontrado un cubo gris en su lugar.

He estado mirando sin ver. Ciega de rabia. Así que me ha costado entender que dónde antes había una casa ahora hay otra cosa menos práctica. Me acerco a investigar y descubro que aunque parece una casa, con paredes grises de hormigón y techo negro, le faltan las ventanas e incluso la puerta.

¿Qué es esto?

Lo observo. Está todo mal. Hay negro dónde debería haber tejado rojo. La puerta ha desaparecido y las ventanas que tan necesarias son para que entre la luz y el aire, no existen. Alguien ha construido una casa imposible de habitar.

Encuentro pronto la solución, sólo unos cambios aquí y allá y entonces el diseño se ajustará más al aspecto que una casa debe de tener. No sé quien es el arquitecto, pero le ha faltado mucho a este diseño.

Paso el día entretenida en el fallo del paisaje. Me han cambiado el horizonte y no le tengo especial afecto. Vagabundeo de nuevo hacia la casa de mis padres, se me hace corto el trayecto. Sigo pensando en todo lo que está mal de este cuadrado y lo que haría yo al respecto.

Después de varias semanas de pensar y preguntar, nadie sabe nada del búnker sólo que antes no estaba y ahora está. Es una casa deformada, que de lejos parece normal. Pero si te acercas lo suficiente ves que es imposible de morar. Doy por perdida esta extravagancia, la dejo en paz. Si alguien construyó algo tan feo, imagino que tendrá su finalidad. Me olvido del enigma que parece que no voy a saber descifrar, hasta que una mañana me despierto y miro por mi ventana hacia allá.

Me había acostumbrado a un paisaje diferente y familiar. Pero parece que la vida todavía me tiene que sorprender cambiándome de vez en cuando lo que por mi ventana se ve.

Además del cubo gris ahora hay una palmera, plantada de lleno en medio del prado trasero. Corriendo voy a investigar porque esto no es del todo normal. En un bosque de pinos una palmera no brota así, sin previo aviso. Toco la palmera para cerciorarme de que es real, que no he perdido la cabeza y estoy en otra realidad. Me pincho un dedo y molesta me retiro a mi nuevo hogar.

Maldigo la palmera, el camino y el cubo gris mientras me concentro en los detalles para no pensar en lo que llevo dentro.

Otro misterio que no resuelvo. ¿Por que se está alterando un paisaje que antes era perfecto?

Así paso los días, cabreada por esto, evitando concentrarme en mi dolor y desconcierto. En lo incómodas que son esta nuevas emociones, en lo mal que llevo esta etapa y sus lecciones. Hasta que me despierto y decidida a dar respuesta a este enigma, voy a visitar mis nuevas vistas.

Camino lento hacia la palmera, tan mediterránea ella, que ya no me molesta. Está ahí plantada, sin cambiar nada y hasta parece que encaja. Sigo hasta llegar a la casa gris. Está claro que de aquí no se va a ir, así que dejo de fruncir el ceño. Me rindo. Acepto.

Comienzo a entender que sólo hay familiar o desconocido. Que todo lo que conocemos, en algún momento, se convierte en algo que por defecto, termina, cambia y duele.

Que cambiar con los momentos es lo correcto.

Que no existe el paisaje imperfecto.

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