Mirada inocente.
La música suena suave en la radio y tú duermes plácida a mi lado. Despertarnos de madrugada con la noche cerrada, las estrellas encendidas y el silencio de los depredadores nocturnos se ha convertido en nuestra rutina de fin de semana.
Tres horas de coche hasta destino. Y aunque al principio odié el camino, estas horas de silencio ahora tienen algo de sagrado. Un momento de calma dentro del tornado. Unas horas robadas de poder mirarte sin tener que ajustar mi rostro preocupado. Unas horas de lágrimas silenciosas, que siempre había sido muy bueno conteniendo pero que escapan furiosas al pensar en nuestro futuro, nuestro presente e incluso nuestro pasado.
Verte tumbada de lado, el rostro relajado. Sonrisa prendida de las comisuras de los labios mientras duermes. Tus espesas pestañas negras medias lunas sombreando tus pómulos, el pelo negro enmarcando tu rostro.
No has perdido el color, sigue siendo moreno. Moreno como cuando tus ancestros paseaban por el desierto, moreno como quien pertenece a lugares cálidos, moreno como el chocolate derretido, moreno y tatuado de mil lunares que me sé de memoria. Constelaciones enteras que he adorado desde el inicio de nuestra historia.
Pequeña a mi lado y tan grande a la vez. Frágil y fuerte. Una contradicción preciosa siempre. La chica que tuve que descifrar, la chica que tuve que aprender a entender, porque de lo que nunca tuve oportunidad fue de dejarte de querer.
Tú que me sonreíste sin conocerme en un tren lleno de gente. Una chica normal, incluso invisible, para aquellos incapaces de verte. Rodeados de personas la que más brillabas eras tú.
¿Y qué era lo que tenías?
Descifrarte me costaría varias noches de vigilia hasta volver a cruzarme por casualidad, con tu mirada, al pasar. Después de varios días de coger el mismo tren, te encontré con la nariz metida en un libro y auriculares para apagar el ruido. Tan fácil fue quererte. Desde el momento en que levantaste la cabeza y me cruzaste el pecho con tu mirada inocente.
Una inocencia que era valiente. Una inocencia llena de confianza en la vida, en el mundo, en la gente. Como si todos tus días hubieras coleccionado sonrisas. Como si el mundo lo vieras con más colores que la mayoría. Como si tus heridas no fueran cicatrices, sino medallas. Como si pudieras darte toda sin perder nada.
Y me deslumbraste, con tus ojos negros, tus formas alegres y el caos perfecto con el que llenaste mis amaneceres. Me quedé ciego de tanto mirarte. Me obsesioné con tu mirada inocente.
Comencé a buscar en tus ojos las respuestas a mi todo.
Si tenía un mal día, me lo curaba tu sonrisa. Si me sentía perdido, me encontraba con tu cariño. Si me costaba la decisión, era fácil, tu me dabas paciencia y comprensión.
Y los días de tren se convirtieron en noches de placer. Y las mañanas juntos se alargaron hasta las madrugadas. Y los días pasaron a semanas, y los meses pasaron a ser años. Me perdí en tu mirada y conseguí vivir una vida que nunca siquiera soñé.
Buenos días, tu mirada brillante. Malos días, tu mirada tranquilizante. Días regulares, tu mirada de fastidio constante.
No sé cuando comencé a medir mis días con tus miradas, pero el calendario tiene más de tus ojos negros que de días del año. Y si hubiera sabido que en algún momento sustituirías tu mirada llena de detalles por una que no llega a tus profundidades, habría fotografiado todos tus días. Los habría grabado a fuego en mi memoria, me los habría tatuado en el alma. Buenos, malos e incluso regulares.
Ahora ya casi no me miras, no quieres que vea que ya no brillas.
Y con ese pensamiento vuelvo a nuestro presente. Un momento amargo que es el sabor que tenemos últimamente.
Llegar a un lugar de auxilio para mí es un suplicio. La gran cruz roja un símbolo de todo lo que hemos perdido. Representa mis miedos y mis esperanzas. Y rezo en silencio nunca perder tu mirada. Poder despedirme de esta vida con tus ojos como guía. No es que no esté preparado es que es injusto que esta sea nuestra despedida.
Trato de no pensar en lo peor. Hago de tripas corazón y suavemente:
-Despierta, cariño. Hemos llegado.
Tus ojos se abren, nublados, con restos de sueño colgados de las pestañas. Enfocan poco a poco, vuelven al aquí y ahora. Grandes, brillantes, vibrantes. Tu mirada inocente. Durante unos segundos el desconcierto permite la felicidad, entonces invade la realidad. Tu mirada se fija en el parking y después cae sobre mí. Una lágrima brilla, incapaz de salir. Y yo trato de mantenerme entero al ver tu mirada al fin.
Un instante, un momento de entendimiento. Y todo se vuelve oscuro dentro. Los sueños que brillaban en tu mirada, las esperanzas, e ingenuidad se pierden bajo un torrente de desilusiones. De pérdidas y mantras de vencer al monstruo invisible, de estadísticas y diagnósticos.
Me miras y te miro. Sonríes y sonrío.
La vida que antes era fácil y despreocupada ahora se nos ha tornado seria. Y es justo en ese instante en el que entendemos que la pérdida de la inocencia es una tragedia.