Tren al futuro

Me he subido al tren del que tanta gente me ha hablado. Ese tren que sólo pasa una vez en la vida. Y espero haber acertado, porque en la estación había vías infinitas, que salían disparadas en todas las direcciones. La cosa es que este tren es el que me ha transmitido mejores sensaciones.

Subo al vagón, con decisión, que no se me note la falta de convicción. Miro a mi alrededor y veo caras dibujando una sinfonía de emociones. Todos somos pasajeros del mismo tren, pero cada uno tiene su propio itinerario. Todos sentados, alertas a los cambios: de velocidad, de dirección, incluso de estación.

Unos van subidos en el vagón de primera clase. Imagino que son aquellos que sacaron el ticket con antelación, que no corrieron hacia el andén con desesperación, con miedo a perder este medio motor. Imagino que allí las vistas son distintas a las mías.

¿Verán ellos un paisaje lleno de aciertos? ¿Sabrán la parada correcta? ¿Se notará menos el traquetear de las dudas y los miedos?

Sin darme cuenta mi mente comienza a divagar, comparo experiencias, decisiones incluso la calidad de estos sillones. Dónde unos se sientan cerca de la ventana, otros prefieren la conversación cercana. Otros escuchan música distraídos, sin ser conscientes de lo molestos que son sus movimientos rítmicos. Otros tosen a todas horas y muchos incluso se quedan dormidos. Y mientras yo los miro. Intento averiguar si soy la única que no está muy segura de querer viajar, recorrer, descubrir los horizontes que vienen con este tren.

La música descontrolada del latir de mi corazón casi ensordece las indicaciones dadas por el altavoz.

Pasajeros del tren, por favor no olviden mantener vigiladas sus pertenencias en todo momento.

Y es que aquí todos llevamos maletas. Llenas con las ilusiones, los sueños y miedos. Llenas con las expectativas y los deseos. Llenas de consejos de lo que es malo y lo que es bueno. Llenas de los errores y los aciertos. Llenas de todo lo que somos, guardado, ordenado en compartimentos.

Reviso mentalmente no haberme dejado nada importante. ¿Llevo las cicatrices? Sí. ¿Y llevo suficientes prejuicios? También. ¿Y me he acordado de traer un par de recuerdos dolorosos? Por supuesto. No vaya a ser que al llegar a destino, decida dar por perdido todo lo vivido y comprarme un futuro nuevo, sin las manchas que llenan ahora mi presente.

Me fijo en el paisaje y me quedo embelesada: tan bonitas son las vistas que me veo tentada. A bajarme de este tren en la próxima estación. Claramente si todo es tan precioso a través del cristal, nada puede salir mal. No cuento con la realidad, para seducir a mi voluntad. ¡Qué más da que sea fácil oscilar fuera de ruta, sin camino; si lo divertido es no hacer nada que me acerque a mi destino! Casi salto con el tren en marcha, decidida a huir. Si no me subo no llego y si no llego no me enfrento. Mejor perdida e infeliz aquí en este sitio tan bonito, que tener que trabajar para transitar mi camino.

Con el suceder de terminales, estaciones y cambio de vagones. Comienzo a entender porqué todo el mundo habla de este tren.

Hay una cierta belleza en el caos de dejarte llevar, de no saber dónde hay una curva, una parada, o incluso dónde vas a acelerar.

Comienzas a esperar un poco de traqueteo en el camino. Las vías sobre las que te deslizas son equidistantes, pero eso no significa que su distancia no sea importante. Más cerca y no avanzarías, demasiado lejos y descarrilarías. Al final entiendo que saber calcular las distancias es casi tan importante como saber calcular los tiempos.

Pasan la horas y el trayecto se hace eterno. A veces el viaje es solitario y puedes disfrutar de las vistas, otras el vagón va tan lleno que es incómodo y ruidoso, en ocasiones pasas por un túnel y no sabes cuándo saldrás (hasta tienes la sensación de que en este túnel acabarás), y muy a menudo paras en estaciones.

Las estaciones son caóticas y con cada una que visitamos cambia mi mundo entero. Y es que los trenes tienen la mala costumbre de mantener una puntualidad impuntual. Salen a la hora, pero rara vez llegan a destino a tiempo.

¿Será porque el trayecto es más largo de lo que creemos, o porque el tiempo nos engaña poniéndonos un cronómetro? ¿Será que el tiempo se para en el tren en el que estamos subidos o que sólo subimos a los trenes a tiempo pero bajamos cuando se nos ha agotado?

De cualquier manera, cuidado con los trenes, que a veces pueden engañarte con un pitido estridente. Otras puede que lo que te empuje sea la marabunta de gente. Pero es importante mirar bien el tablón: descifrar los horarios y la emoción, para subirte al tren que al ponerse en marcha no acabe dejándote en esta misma estación. Anclada entre lo que pudiste haber sido y el no.

Y dejamos atrás otra estación. Otra lección. Otra parada en el camino hacia la liberación. Porque es justamente eso lo que espero encontrar al final. Posibilidades ilimitadas gracias a haber acertado, a que este era el tren adecuado.

El tren aminora la marcha, la última estación pronto será una realidad, y es entonces cuando me doy cuenta que en vez de disfrutar del viaje he permitido que se escaparan los horas tratando de descifrar si este tren era el mío, si este tren en el que estoy subida será el definitivo. Cuando lo importante de subirse a un tren es el viaje en el que te embarcas, no el destino.

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Mirada inocente.