Mi vecino
Cuando uno busca piso raramente piensa en los vecinos. Lo tenemos claro: exterior, con mucha luz natural, dos habitaciones y dos baños y que tenga balcón para que pueda fumar. Lo que se nos olvida es mirar si nos gusta la comunidad. Si en ella hay personas con las que poder convivir en paz. Si la señora del segundo y su perro Baltasar no dejan la basura en el rellano por el que tienes que pasar.
Ascensor por supuesto, y de vecino del quinto a un tal Ernesto; que hace meses que no se ducha o por lo menos sobre su higiene no es muy honesto. Céntrico para poder salir sin coche, pero del balcón del cuarto llueve todas las noches: regadera va y viene sobre la fila de tulipanes. Edificio con carácter: antiguo sin antigüedades, techos altos y puertas robustas; para que las discusiones de la pareja del primero sean las justas. Patio interior dónde colgar inmencionables, el cable de la antena y que tu vecino detrás de la cortina… te vea.
Y en la búsqueda de casa, de despistados podemos pecar si no tenemos en cuenta lo que rodea nuestro hogar. Yo he sido afortunada, porque aunque un poco rara la comunidad me ha tocado de vecino a Mario: un chico que es mono, callado y en el que puedo confiar.
-¿Te mudas al edificio?
La pregunta fue un poco redundante. Las maletas, las cajas, y el agobio tatuado en mi semblante daban pistas fáciles.
-Sí. Tercero A.
-Yo vivo en frente.
-¡Uy que bien! Ya sé a quién pedirle azúcar cuando me falte.
-Me llamo Mario.
Aunque amable la sonrisa no llegó a presentarse. Y como teníamos edades parecidas pensé que peor hubiera sido una señora cotilla.
Mario seguía rituales. Sacaba la basura los miércoles por la tarde. Los domingos ponía música clásica, y nunca le oí invitados ni familiares.
Todas las mañanas nos cruzábamos saliendo de casa. Siete de la mañana, puntual. Abrimos la puerta casi a la par. Madrugar no era lo mío pero a Mario parecía que no le alteraba el ritmo. Los viernes por la noche invitaba a mis amigas, y aunque Mario no se quejaba, estoy convencida que algo de molestia sí que sufría. Nosotras reíamos y celebrábamos el comienzo del fin de semana, inconscientes de que Mario por la ventana, nos miraba.
Seis meses han pasado y ya no me siento recién llegada. Ahora encuentro en las rarezas de mis vecinos una constancia tranquilizadora. Por las noches llueve agua de las flores, los gritos de los del primero son los sábados y algún que otro día festivo, la basura de la del segundo la evito subiendo en el ascensor. Y frente a mí tengo a Mario, mi vecino-admirador.
Mi vecino Mario es atento. Me dice cuando me falta un pendiente o si llevo pintalabios en los dientes. Me mira de reojo, y cuando le miro de frente, aparta la mirada, vergonzoso y poco valiente.
Nos cruzamos en el ascensor, en las escaleras e incluso en el patio interior. Nos cruzamos en las ventanas cuando a mí se me olvida pasar la cortina. Cortina traicionera, porque si no estuviera, Mario vería lo que pasa en la intimidad de mi habitación. Vería como bailo sin control, como lloro frente al espejo, como leo tumbada en el colchón, como sueño en todo momento e incluso como hago el amor. Vería más de lo que le pertenece, sabría de mí cosas que no merece. Lo que tengo claro es que Mario cruza la mirada cada vez que pasa por esa ventana.
Mario tiene los ojos bonitos, claros e intensos. Es alto, serio y tiene un algo que no consigo descifrar por más que lo miro. Yo sonrío cuando lo veo porque quiero conocer a este chico. Amigos tal vez, más que vecinos. Pero Mario mantiene las distancias, aunque siempre que nos cruzamos, se acerque demasiado. ¿Será un secreto lo que Mario está guardando?
Que la curiosidad mató al gato es una lección que todavía tengo que aprender, lo malo es que curiosa siempre voy a ser. Así que cuando me doy cuenta de su interés, me hago la tonta y la cortina dejo de correr. ¿Qué querrá Mario que siempre está mirando?
Han pasado muchos meses desde mi interés propiciado por la novedad. Mario sigue siendo parte de mi rutina, pero ahora no me pregunto por sus noches o sus días. Él sigue siendo un chico que no conozco, un enigma. Y yo he continuado con mi vida.
Mis fines de semana son divertidos, libres y ruidosos. Mis amigas y yo siendo jóvenes y valientes. Ellas vienen a casa: trasnochamos, bebemos, reímos y hablamos. Y lo hacemos como mujeres sin complejos ni secretos; poca ropa, mucho vino y música con la que no perder el ritmo.
Mi rutina es sencilla: trabajo y aficiones varias. Leo, escribo, bailo y cocino. Limpio la casa, pago facturas. Y de vez en cuando relaciones cortas que terminan en ruptura.
Hace poco conocí a alguien especial. Un chico que me trata con respeto y dignidad. Es gracioso y generoso, alguien en quien puedo confiar. Así que cuando lo invité a casa esperaba una noche de intimidad. Disfrutamos de nosotros, de sensaciones que nos hicieron gritar. Y después un sueño sereno, pienso: esto es lo que deben de llamar felicidad…
Me he olvidado del edificio, sus vecinos y malestares. He cambiado mi rutina para incluir a mi amante. Mi amigo, mi pareja, el hombre con el que me imagino cambiar el piso y el centro por un chalet con piscina. Así que me pilla despistada cuando me encuentro a Mario en mi casa.
Sentado en el salón con mi amante: café, cigarro y mirada escrutiñadora posándose en todas partes.
Su interés se ha vuelto descortés. No me mira directamente, ni me habla de nada más que el tiempo inclemente. Pero ahora hace afirmaciones indebidas delante de alguien que es parte de mi vida.
Menciona momentos pasados, de la mujer que antes era, cuando estaba soltera. Y puedo leer en el semblante de mi amante que a él gracia no le hace. La situación es incómoda, tensa y agobiante. ¿Qué será lo próximo que menciona Mario sobre mi rutina privada? ¿Porqué sabe lo que pasa detrás de mi ventana cerrada?
Entonces recuerdo, que hubo un momento en el que dejé de preocuparme por la mirada de Mario, mi vecino de en frente. Hubo un momento en el que pasé de verlo como hombre, a pensar en él sin otorgarle ni sexo, ni género, y sólo conocerlo por el nombre. Dejé que se colara tras la cortina, pero nunca le permití la entrada a la que es mi casa.
Y ahora me doy cuenta, que Mario no ha dejado de observar, lo que hago, lo que pasa, con quién y en qué estancia.
Un vecino-admirador, que ha traicionado mi confianza. Que se ha colado sin permiso en una zona privada. Que ha irrumpido con miradas robadas momentos que eran míos. Que ha plantado en mi hogar la sombra de su presencia. Y yo he pasado de tener un refugio con luz natural y balcón, a ser prisionera de mi vecino mirón.
Mi vecino Mario hace daño sin causar ningún dolor. Porque perder la paz en el hogar es de lo malo, lo peor.